Derechos Históricos y Constitución

Javier Villanueva

 La presencia en Bilbao de Miguel Herrero de Miñón, invitado por la asociación Res Publica para presentar su último libro, Derechos Históricos y Constitución, da pié para comentar las propuestas de un autor que viene mostrando una afinada comprensión de los nacionalismos periféricos y de sus aspiraciones. En las páginas que siguen incluímos un comentario de Javier Villanueva acerca de la obra recién publicada, y algunos extractos, necesariamente breves y limitados, del libro, que hacen referencia a cuestiones más o menos directamente incursas en el actual debate sobre el contencioso vasco, sus orígenes y posibles salidas.

 A primera vista, Herrero de Miñón tal vez puede parecer un cruzado exótico de los derechos históricos, fuera de tiempo y de lugar. Y digo lo de cruzado, por la convicción, el ardor y la persistencia (es más que tenacidad) que está mostrando en su defensa, desde hace ya veinte años. Pero ese perfil, tan necesario para no rendirse ante la soledad e incomprensión de esa empresa, no hace suficiente honor a la inteligencia del personaje y a la solidez con que fundamenta sus propuestas. Quien piense que Herrero de Miñón es un anticuario de la política que oferta meras antiguallas o un politiquillo más que se pierde en la retórica huera o un espabilado que ha decidido marcar un territorio particular para su provecho propio está muy equivocado.

 EL POR QUÉ Y PARA QUÉ. En el agudo crítico del racionalismo que es Herrero de Miñón, todo tiene, empero, un soporte racional. De manera que lo primero, su motivación profunda, lo que está detrás de su defensa de los derechos históricos, es una visión de España ajustada a sus convicciones. O si se quiere, da lo mismo, una visión del pasado de España que subraya aquellos pasajes históricos más y mejor reconciliados con el futuro que le desea a tenor de sus preferencias personales. Tanto monta, monta tanto.

El futuro de España para Herrero de Miñón, ateniéndome a los términos que suele emplear, se llama: un estado plurinacional compuesto y complejo, sin centro ni márgenes; un estado policrático y asimétrico, con un proyecto común permanentemente pactado; una nación de naciones, la Espanya Gran de Prat de la Riba o de las cuatro lenguas de Gabriel Aresti; con una supra-identidad nacional polifónica y plural; con unos hechos diferenciales nacionales reconocidos y respetados y un tratamiento singular de los mismos; con una renuncia expresa a un nacionalismo español (antivasco, anticatalán, castellanista, uniformador, jacobino) al tiempo que acepta y reconoce los nacionalismos periféricos por legítimos y oportunos.

Mientras que el pasado de España revela, a su juicio, la huella persistente de: 1) una realidad compuesta y compleja de distintos cuerpos políticos o identidades históricas, 2) vías paccionadas de integración en la empresa común estatal, 3) un mundo simbólico que ha sido expresión de la fuerza integradora del propio hecho diferencial particular (vasco, catalán, etc.) y, asimismo, de su vinculación e integración en un hecho histórico común (España). No hace falta insistir en su no identificación con aquellos otros pasajes históricos, particularmente del siglo pasado, empeñados en reducir todas esas singularidades a un régimen común unicolor.

A Miguel Herrero de Miñón no le gusta cómo quedó la Constitución Española, cuya definición de España, demasiado unívoca, no deja un lugar cómodo a quienes reivindican un sentimiento nacional distinto, otra identidad y un mundo simbólico propio (vasco, catalán, etc.). Ni le gusta en qué ha derivado el estado de las autonomías, siguiendo la pauta de la generalización y homogeneización de las mismas, el famoso café para todos, al que critica su desatino: porque crea más problemas de los que resuelve –a unos les viene muy ancho mientras a otros (los nacionalismos periféricos) les queda demasiado estrecho– y complica en cambio extraordinariamente el funcionamiento mismo del estado.

En otras palabras, Herrero de Miñón quiere encauzar la relación entre el estado español y los nacionalismos periféricos, hoy insatisfactoria para éstos últimos. Nuestro autor considera que éste es el gran problema que queda por resolver, una vez que los demás grandes conflictos heredados del siglo pasado: la cuestión agraria, la cuestión social y la cuestión religiosa, están ya encarrilados y algunos incluso prácticamente resueltos.

 

EL QUÉ Y EL CÓMO. El jurista Herrero de Miñón cree en la mediación del derecho para encauzar y resolver conflictos de toda clase y, en particular, en la del derecho constitucional para los conflictos de libertad y de poder. Dado que el conflicto entre los nacionalismos periféricos y el estado es de esa clase, el meollo de su sugerencia es que la constitución española de 1978 ya contiene un instrumento del derecho que abre la posibilidad de encauzar y superar dicho conflicto. Ese instrumento son los Derechos Históricos (el qué de su propuesta) de los territorios forales que la Disposición Adicional 1ª (el cómo) reconoce, respeta y ampara. He aquí sus razones.

Primero. Permiten acoger la plurinacionalidad de un estado que comprende una nación: España (entendida de varias maneras) y otros hechos nacionales (también entendidos de maneras distintas). Los Derechos Históricos son, para Herrero de Miñón, la categorización jurídica de hechos históricos diferenciales que han precedido a la plurinacionalidad actual, lógica y cronológicamente; la enraizan en un pasado de larga duración y dan sentido a la voluntad democrática que los sostiene hoy día.

Segundo. Permite fundamentar y regular la necesaria asimetría de una planta estatal que ha de dar un tratamiento diferente a los hechos nacionales distintos (al español) y a los hechos regionales que se sienten españoles. Según la interpretación doctrinal de Herrero de Miñón, son cuatro y nada más que cuatro (Navarra, País Vasco, Cataluña y Galicia) los únicos sujetos que pueden apoyarse en la titularidad de derechos históricos forales y en tres de ellos, a la vez, de hechos nacionales diferenciados.

Tercero. Permite acudir a la vía paccionada, esto es, a un pacto de estado, que obliga por igual a ambas partes a sujetarse a lo pactado, para establecer de común acuerdo: 1) los pilares del proyecto común, como por ejemplo, que sea confederal en su cultura y símbolos, autonómico (aunque sin las inseguridades actuales) en sus instituciones, integrado en lo socio-económico; 2) el haber competencial propio y compartido, de modo que nunca sea ajeno y exterior sino común y compartido el haber estatal mientras que sí lo ha de ser verdaderamente tal el tenido como particular o propio; 3) la expresión simbólica y política de las distintas singularidades nacionales que se yuxtaponen, como partes anejas, al estado común y dan así un carácter muy diferente al mismo.

Cuarto. Permite dar un tratamiento singular a cada uno de los hechos nacionales diferenciados y aun en algunos casos (el vasco-navarro) a las singularidades interiores de su propio hecho nacional. La historia no sólo ilustra tales singularidades (de lo catalán respecto a lo gallego y de ambos respeto a lo vasco y entre lo navarro y lo vasco, etc.) sino que las convierte en la sustancia misma de su definición: en tanto que hechos históricos o existenciales distintos de los otros.

Quinto. La base de este contrato singular reside en el reconocimiento de un derecho originario anterior a la constitución en el que se fundamenta todo este edificio y, de un modo particular, el haber competencial pactado en cada caso. Para Herrero de Miñón, este derecho originario no es un derecho adquirido por haber tenido una historia y unas competencias, etc., sino que es la manera de reconocer la existencia histórica de una realidad política diferente, un cuerpo político distinto que ha sido, es, y quiere ser, un demos (un pueblo) que ha dejado un rastro inequívoco en el pasado y se sustenta hoy en una voluntad democrática identificada con su permanencia futura. El derecho originario queda confirmado tanto por el pasado como por el presente y la voluntad de futuro y se entiende como una especie de título de títulos o de competencia sobre la competencia o de fondo permanente de reserva de autogobierno.

 

DIFICIL VIABILIDAD. Es obligado reconocer una ventaja política inicial de esta propuesta. Permite plantear el núcleo duro del asunto nacional español y periférico de modo más ambigua, sin suscitar un recelo inicial tan fuerte como otros conceptos. Es una ventaja a su favor de la misma naturaleza que la de términos como soberanía y ámbito vasco de decisión democrática sobre otros como independencia y autodeterminación. El expediente de los Derechos Históricos encubre algo más la disputa sobre la naturaleza y el alcance de la soberanía política o sobre la territorialidad o sobre el cuánto y el para qué del autogobierno. Pero sea por lo que fuere, sea por su ambigüedad, sea porque permite hablar del camino antes que del contenido, ha de reconocérsele, de entrada, que apenas encuentra negativas frontales y puede sentar en una mesa a todo el espectro político.

Herrero de Miñón vincula, con razón, la viabilidad de su propuesta a la voluntad política de acometer un pacto de estado que dé mejor salida al conflicto de los nacionalismos periféricos con España y, de paso, que encarrile mejor el problema de la propia definición de España. De manera que es obligada la pregunta, primero, de si existe tal voluntad política y, luego, de si esta propuesta deja en condiciones más favorables para ganar voluntades a su favor.

A mi juicio, la voluntad política de delimitar un campo de acuerdo básico a este respecto entre los dos bloques de partidos existentes (el nacional-español y el nacionalista periférico) es muy débil ahora. Pesa mucho más en lo cotidiano, por el contrario, o bien la voluntad de buscarle un apaño a corto plazo, por ejemplo para el plazo de una legislatura, o bien la dialéctica de apelar al antagonismo y al agravio victimista.

No veo claro por otro lado que la propuesta de desempolvar los Derechos Históricos de los territorios forales sirva de modo específico para disolver la realimentación permanente de esa dialéctica. La doctrina de los Derechos Históricos apenas goza de predicamento hoy día en los partidos políticos, tanto en los de ámbito estatal como en los de ámbito nacional (CIU, BNG, etc.). No lo tiene mucho mayor en el conjunto de la sociedad, salvo en la sociedad navarra. Ni siquiera lo tiene en el nacionalismo vasco moderno, donde ha quedado marginado o ha desaparecido ya prácticamente de su imaginario simbólico.

Este panorama puede cambiar, ciertamente. Pero en todo caso, obliga a constatar dos cosas. La primera, que su mayor valor sustantivo, su carga afectiva vinculada a un imaginario simbólico, está hoy muy desactivada salvo en la sociedad navarra. Y dudo que pueda regenerarse en cuanto tal en unas sociedades tan sincréticas como las actuales (recuérdese que tan sólo un tercio de la población actual de la CAV es nieto por ambas partes de abuelos nativos). La segunda, que su dependencia respecto a la voluntad política de los actores (de entrada, de las principales fuerzas políticas, y, en última instancia, de la sociedad) también acentúa su valor instrumental y le resta carga sustantiva.

En la moderna sociedad en que estamos, de valores liberal-democráticos, la regla democrática es la medida directa o indirecta de la legitimidad de las cosas, incluso de otras legitimidades competidoras o de la validez de los derechos históricos. Nada queda fuera de su competencia directa o indirecta. Si no hay una voluntad política receptiva hacia las cuestiones de fondo que se pretende resolver, lo de los Derechos Históricos no sirve para gran cosa. Mientras que de haber voluntad de arreglo, puede irse de la mano de los Derechos Históricos hasta donde quieran los actores. Pero está claro que es esa voluntad la que llena de contenido y, en su caso, pone los límites, de los Derechos Históricos. De manera que, por la misma razón, los actores pueden echar mano de otras perchas jurídicas. Su valor depende sobre todo, pues, de la idoneidad circunstancial y técnica que le asignen los principales partidos políticos.

Por otra parte, creo que echa leña al fuego de la emulación mimética y de los agravios comparativos. Tal vez sea éste el inconveniente de mayor enjundia. Cuanto más se hable de Derechos Históricos y aún más si se reservan a tan sólo cuatro comunidades, tanto más parece que se usa la historia como fuente de derechos, se diga lo que se diga y al margen de lo que se diga.

Herrero de Miñón trata de prevenir este tipo de problemas mediante el llamamiento a la sensatez de los partidos políticos, quienes habrían de disciplinar a la opinión pública desde la identificación y la firme defensa del pacto de estado que implica esta propuesta. Dudo que tal recurso sea efectivo. Pienso que la reducción expresa a cuatro hechos nacionales con derecho a un derecho histórico provocaría en sí mismo un grave agravio comparativo. Pienso que se impondría aquello de que aquí nadie es más que nadie y todos somos muy nuestros, luego ha de haber derechos históricos para todos, luego se anularía de inmediato la capacidad de los Derechos Históricos para encauzar mejor el asunto de los hechos singulares (nacionales). Si el argumento histórico se echa muy para atrás, todo puede ir para atrás en la mayor parte de la península; al fin y al cabo ésta es una cuestión política (como lo es en el fondo toda invención de la historia) y no histórica. Pero si se apela a algún hecho más reciente, como los estatutos refrendados durante la II República, parece también inútil utilizarlo como paretera: enseguida se sacaría la lista de los estatutos que estaban entonces en la cola de espera. Creo, en suma, que Herrero de Miñón no ha valorado suficientemente la existencia de una realidades comunitarias como la andaluza o la canaria o la aragonesa o la asturiana que viven su realidad comunitaria como un fragmento de estado, más allá de la discusión nominalista: de si son hechos nacionales o un mero hecho regional.

Acaso otra objeción puede plantearse desde los nacionalismos periféricos. Bien sea porque esto de los Derechos Históricos no acompañan bien la música y la letra de unos, repito, lo que puede ser el caso de CiU y BNG, o bien porque plantea de una manera demasiado clara –es el caso vasco– el asunto de su integración en España. Esto último, sobre todo, no es para echarlo en saco roto habida cuenta la importancia que tiene en su doctrina. Y tanto más si se considera que la definición anti-española es una de las dos únicas novedades incorporadas por Sabino Arana al ideario vasco tradicional. La otra, el criterio general nacionalista de unir lo lingüístico-cultural a lo político, de forma que el ámbito de la comunidad política sólo es legítimo cuando se corresponde con el del ámbito natural lingüístico-cultural.

 

POSDATA. Un par de observaciones finales. Suele decir Herrero de Miñón que esta propuesta suya sobre la utilidad de los Derechos Históricos es "la única alternativa concreta para encauzar el conflicto existente, y no para reprimirlo o desbordarlo, que hay en este momento sobre la mesa". Pues bien, hay que darle la razón en esto, creo. Y no sólo porque cualquier otra fórmula, como la de abrir el melón de la constitución, está más lejos de lo posible. También hay que agradecerle, en este tiempo de indeterminación, que se haya atrevido a explicitar de una manera precisa los por qué, para qué, cómo y cuándo, a los que debe responder toda alternativa seria. Ese es, a mi juicio, su mayor valor, más allá de las objeciones planteadas, ya que una discusión en esos términos tiene más garantías de llevar a un debate constructivo. Tanto más si como dice su postulador se entiende como una posible alternativa de transición.

No entro en un asunto verdaderamente poco práctico que se deriva de la fundamentación historicista a veces sobrecargada, a mi juicio, de Herrero de Miñón. Como, por ejemplo, cuando afirma que el demos vasco es "fruto de una facticidad previa que los derechos históricos categorizan" (pág. 105), cosa que vale para el demos (o pueblo vasco) de varios siglos, e incluso inmediatamente posterior a la crisis foral de 1876, pero no para el demos actual mucho más complejo. O cuando dice que el pueblo vasco "no es un mero quantum demográfico, es una magnitud histórica, el pueblo, no la población, de los territorios históricos" (pág. 199). O cuando subraya al modo fichteano la autodeterminación histórica de los pueblos, ese fondo que viene del pasado, hasta tal punto que ya no sólo "es raíz y condición de toda otra autodeterminación", cosa muy lógica y razonable, sino también su límite (pág. 278), lo cual es difícil de digerir en una sociedad abierta. O cuando afirma de forma categórica que "ni los Territorios Históricos podrían hacer secesión de Euskadi, ni las instituciones comunes del País Vasco abolir los Territorios Históricos" (pág. 145). Pero en descargo de lo que está escrito en su libro debo decir que, tras oírle en un debate de cuatro horas en Bilbao, me quedó la impresión de que el parlamentario Herrero de Miñón, el que insiste hasta la saciedad en la idea de que en la sociedad abierta democrática nada está prescrito ni nada debe estar proscrito, todavía es más matizado y sutil en su expresión oral y apenas deja resquicio a las servidumbres más metafísicas de la escuela histórica del derecho y del romanticismo alemán de los que es un declarado admirador.